La invitación tardía a una presentación navideña nos tenía caminando por las mal iluminadas y frías calles del centro. Me encontré con un viejo amigo en la recepción, preámbulo a un espacio rectangular de tres veces esa altura de la entrada. Hubiera sido ingenuo preguntarle de un rostro en específico cuando había visto cientos esa noche. Sin más que un saludo me dejó pasar, porque en otra ocasión, de tanto escucharlo había comenzado a mirarme confiadamente. El salón estaba lleno, y al fondo un grupo de danzantes se exhibía en el escenario y alzándose sobre la orquesta. Observé los rincones del recinto, las jardineras en fila de la izquierda, el árbol de Navidad parpadeando, las escaleras del tablado. Hubiera aplaudido al final del acto, pero no iba ahí a perder el tiempo; busqué sobre la multitud caras conocidas y las encontré al momento, pues aunque todos vestían trajes de colores iguales, nadie quería ser ignorado. Nos deteníamos unos segundos para saludar, asentir, sonre...