La invitación tardía a una presentación navideña nos tenía caminando por las mal iluminadas y frías calles del centro. Me encontré con un viejo amigo en la recepción, preámbulo a un espacio rectangular de tres veces esa altura de la entrada. Hubiera sido ingenuo preguntarle de un rostro en específico cuando había visto cientos esa noche. Sin más que un saludo me dejó pasar, porque en otra ocasión, de tanto escucharlo había comenzado a mirarme confiadamente. El salón estaba lleno, y al fondo un grupo de danzantes se exhibía en el escenario y alzándose sobre la orquesta. Observé los rincones del recinto, las jardineras en fila de la izquierda, el árbol de Navidad parpadeando, las escaleras del tablado. Hubiera aplaudido al final del acto, pero no iba ahí a perder el tiempo; busqué sobre la multitud caras conocidas y las encontré al momento, pues aunque todos vestían trajes de colores iguales, nadie quería ser ignorado. Nos deteníamos unos segundos para saludar, asentir, sonreír y continuar, y de cuando en cuando pasaba un camarero con copas llenas, que cambiábamos por las vacías que teníamos entre las manos. La cara de mi acompañante se fue poniendo más colorada a pesar del frío y a razón del vino, y cada cosa causaba más risa que la anterior.
Nos levantamos de una sala de conversación entretenida para saludar a cierto mentor de años pasados, cuando, como quien no quiere la cosa, volteé a mi izquierda y ahí estaba. Sostuve la mirada dos segundos, conteniendo palabras en mi boca que aunque hubieran salido ningún bien hubieran hecho, y pasé de largo. Para cuando estreché la mano del maestro, el corazón me latía con normalidad otra vez, y ahí fluyó la conversación por unos minutos cuando avisté nuevamente a cierta amiga, ya no mutua, sino más bien mía, del otro lado del salón. Sabiendo que dejaba en buena compañía, me abrí paso entre las mesas que albergaban conversaciones acaloradas y otras no tanto entre personas del club. Cuando la había saludado y a sus acompañantes, me percaté otra vez de esa presencia. Ahora de espaldas, a lo lejos se reía y hablaba sin mesura como solía hacerlo. Evité mirar y traté de enfrascarme en la conversación que podía surgir, pero ningún tema me parecía novedoso ni fácil de tratar, y sin embargo sí me molestaba cada vez más la certeza de su asistencia a la reunión. Sin demasiada discreción busqué, tras la columna que nos separaba, su rostro y su hacer. Me encontré pues, con una impresión amarga de su cuerpo rodeado por el brazo de un hombre, que traté de quitarme de la cabeza al, ahora sí, hablar de banalidad cualquiera. Me despedí con apuro y fui a buscar a quien con antes platicaba, y mientras buscábamos bocadillos, más manos estrechamos. Ya no me sentía muy cómodo, sin embargo y miraba el reloj con inquietud, lo cual mis amigos advirtieron, pero al inquirir resolví con evasivas, pues más me llevaría en contestar. No obstante, con las cosas para la cena en el asiento de atrás y a unas cuadras de regresar a encontrar a la familia de una muy amiga mía con quien pasaría el resto de la noche, no pude contenerme más y confesé, sin que se me hiciera mucho caso, cómo la quiero.
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