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Rejas Estropeadas



    Nos encontramos siempre con las puertas cerradas. Vivíamos en un departamento rentado, con una sola puerta al frente, horrible, roída por lo bajo. Mi madre tuvo que trabajar desde muy chica, las puertas siempre abiertas de la escuela no le serían una opción. Y luego conoció a mi padre, quien, como un montón de padres, se fue. Qué jodido. Nos dejó cuando éramos pequeños. Y adivinen qué tuvo que hacer mi mamá: trabajar día tras día, mes tras mes, para sacarnos adelante. A mi hermano le importaba más que a mí, siempre buscó formas de ganar dinero sin estar desperdiciando la vida tras escritorios, máquinas o mostradores. Conseguía cosas en la ciudad y las vendía. Ya tenía hasta esos horribles mantras de vendedores: vende y nunca serás pobre, cosas así. Yo no le decía nada, porque a mí no me gustaba trabajar. Le conseguía clientes de vez en cuando, lo ayudaba con las entregas, no más. Y él se callaba, porque era dos años menor, pero nunca estuvo de acuerdo. Yo prefería hacer otras cosas. Aprendí a usar la patineta, las latas de aerosol, a beber cerveza. Nunca aprendí a fumar; alguien había muerto de algo pulmonar en la familia de uno de mis amigos, y siempre se ponía mal cuando sacaban el tema. Pero jamás fuimos delincuentes. Nos veíamos cuando caía el sol, siempre en el mismo lugar, la esquina de lo que solía ser una farmacia y ahora estaba abandonada, con sus anaqueles blancos y el piso azul claro lleno de polvo. De ahí bajábamos en ruedas a los parques, las calles más lisas, las rampas de las mejores casas. Había un tipo que no hablaba mucho, Yoss, y siempre estaba grabando con su teléfono. Un día nos enseñó un video que había hecho. Nadie le puso atención, salvo yo. Me gustaba verme en los ojos de otro. Cuando sacaba el teléfono me esforzaba aún más, le pasaba por enfrente, trataba de lucirme. Pero había un problema, y era recurrente. La policía no nos quería. Siempre era así, hasta en las malditas películas. Entonces cargábamos con un par de navajas y pinzas, que debíamos aventar a los jardines si nos encontrábamos una patrulla. Había tantas malditas rejas en la ciudad, en los mejores espacios: en la entrada del centro comercial, en el estacionamiento de la biblioteca, una vieja fábrica, la entrada el vecindario de los ricos. Las soluciones eran siempre las mismas: o hacernos los desentendidos, hijos de los dueños, que solo funcionaba al principio, o cortar candados, cadenas que cada vez se hacían más gruesas, estropear las rejas. Esto último era un orgullo. Pasabas al día siguiente, ya con luz del día, sin gorra y sin los vans, y las veías. Volteabas por toda la ciudad y había rejas, forzadas por tus amigos la noche anterior. Graffitis en las paredes de a lado, que siempre borraban tras unos días. Era un constante tira y afloja. Conocíamos incluso a algunos polis, y caray, creo que ellos nos conocían también. Pero era una especie de juego. No nos jodían, ni nosotros a ellos. Es decir, los hacíamos trabajar de más, sí, y perseguirnos. Pero era eso justamente lo que queríamos. También patinar, claro, pero eso lo volvía emocionante. Creo que nunca desaparecieron. Más bien fuimos nosotros quienes nos esfumamos; uno por uno. Empezamos casi diez. Al primero lo encontraron robando una tienda con una de las navajas que usábamos. Cárcel. Fuimos esos nueve por un tiempo, y luego un par no pudieron parar con el alcohol. Ya no patinaban si no había suficiente cerveza. Luego vendieron la patineta, por más cerveza. No supimos muy bien qué fue de ellos, y cómo demonios se fueron los dos, tan amigos, al infierno. Siete. Uno más consiguió trabajo fuera. Podría estudiar por las noches después de largas jornadas. Aún venía a visitar cada tantos meses, y joder, se veía distinto. Creo que le iba bien. Un día trajo a una chica. Seis. Un par más cayeron por mujeres. Uno de ellos tenía novia, una relación de amor-odio de años; solo que ella quedó embarazada un día. El tipo quería huir, no sabía dónde meter la cabeza, su padre quería matarlo. No lo dejamos. Presionamos hasta que se hizo responsable. Alguno le dio dinero, incluso. Vivía en un maldito cuarto cerca de la iglesia, que le dejaban usar a cambio de limpiar esa iglesia. Terminó siendo católico. Joder. Del otro no supimos mucho, solo se fue, en el auto de la chica, y con ella. Se fueron lejos. Los padres lo buscaron un tiempo, luego se olvidaron. Cuatro. Ya era difícil mantenernos en este punto. Habíamos crecido, y tomado demasiada cerveza, es decir, necesitábamos demasiada cerveza para emborracharnos. El tipo del familiar que había muerto siguió con nosotros, hasta que le diagnosticaron algo horrible a su madre. Pasamos con él los primeros meses, casi dejamos de patinar. Luego nos pidió que nos alejáramos. Parecía que ni él quería estar en casa. Y éramos tres. Yoss, otro tipo, yo. Yoss seguía grabando, y subía videos de vez en cuando. Yoss comenzó a trabajar para la televisora de la ciudad. Quedó el otro tipo, Daniel. Nos juntábamos ya casi por costumbre, pero no nos hartábamos. Encontramos cosas en común, empezamos a ir a bares, conocer más música, conocer chicas. Nos divertíamos con ello. Jugábamos al wingman, nos hicimos bueno en ello. Luego, aunque parecía imposible, nos aburrimos. Ya nos sabíamos todos los caminos.
El final es más bien aburrido. Terminamos trabajando los dos en las tiendas que abrió mi hermano. Yo, empleado de mi hermano, y él menor que yo. Pero era un trabajo, era fácil. El dinero no importaba tanto. Más bien era por estar ahí, en esa ciudad que ya no me dejaba nada, que me ataba. Querría haberlo dejado en ese momento, y hacer otra cosa, pero no me atrevía. Veía los malditos atardeceres por la ventana, cada día. Parecía que mi hermano había puesto las tiendas en lo alto de la ciudad por una buena razón, para admirar este tipo de cosas, pero a mí me ponían mal. Quería irme. Tal vez me iría. Tal vez.




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