La tercera persona dejó de pensar, se levantó de la silla y dejó así sin más. Puso un pie en un cuadro, y el otro en el otro, la mano en la llave y miró atrás. No había nada que le hiciera falta más que la convicción propia, y si no la tenía la iba a buscar. Abrió y cerró, bajó y salió. Cruzó sin más paso que el que tenía por el corredor que no corría, pero tampoco corrió. Anduvo y las puertas parecían no acabar, no solo quedarse, no solo resguardar quien sabe qué, sino no acabar. Tiró la que parecía la última y el mundo, aunque dibujado con los mismos pinceles, ya no era de los mismos colores. Pero caminó, porque se tenía a sí mismo, y en ese momento, que todavía no hacía frío, no necesitó nada más. Anduvo calle arriba, o calle adelante, o calle en diagonal, o calle que se callen todos estos motores que no dejan andar en paz. Anduvo por banquetas y veredas y taquerías y ladrando a cercas de las que le ladraban. Se detuvo cerca de una a acariciar a un perro, que por no estar en rejas no le ladraba, y aunque no lo conocía y no tenía comida, lo siguió unas calles. Calle arriba anduvo y la tarde no se decidía si todavía tenía sol o ya se le había terminado, si todavía tenía sol o ya solo sobras regadas pintando el cielo de asquerosos colores; lila, azul, cían, blanco y quién sabe qué tantos. En vez de andar se detuvo, se sentó enfrente esperando respuesta de la tarde, que todavía no se decidía y jugaba a que le hacía caso y a veces jugaba a que no. Estuvo ahí sentada, la tercera persona, mirando el arder del atardecer: la decisión estaba tomada, no había sobras y no había nada. Siguió el camino, con menos luz de aquella y un poco de la de acá, de la que se puede poner quitar, vender y comprar. Anduvo entre las sombras y los faroles que no eran hembras ni eran varones, solo eran y estaban para dar su luz. El camino bajo sus pies lo apresuraba y el frenesí de pequeñísimos cuadros de colores a los lados lo llevó mucho más ligero, mucho más liviano y mucho, o igual no mucho, más pobre por andarse subiendo al taxi. Llegó al final, después de tanto, y ni solo ni sin compañía quiso saber. Y cuando supo se enfureció, luego le vino la risa y luego entendió. Venía todo en lo mismo, todas las personas que lo aconsejaron, todos los consejos y todos los desechó. En realidad todo lo desechó. Todo lo tomó y lo dejó por ahí, a un lado, no muy sucio ni muy mal doblado pero ahí, para que hubiera espacio para una mujer y para la música. Y nada más. No hacía falta nada más.
Toda el día pensando en esa palabra, y para colmo es un palabra que no existe. Orsái. La inventó Hernán Casciari, un escritor argentino tremendo que además tiene los mejores cuentos leídos de la vida en Spotify. Orsái. Lo que se dice en el fútbol cuando un jugador está más adelante del último defensa… espera, no es todo de fútbol, solo lo estoy explicando. Bueno, cuando un jugador está fuera de lugar, o en offside. Orsái. Ojalá fuera así de fácil inventar palabras nuevas. Ojalá no hubiera tanto papeleo para hacerlo, ojalá no se tuviera que repetir una y otra vez una palabra para que la gente la empiece a usar y para que la Real Academia la termine de aprobar. Parece que solo cuando las cosas vienen de órdenes de arriba son válidas. Cuántas veces uno no se pregunta si tal o tal está bien dicho. Qué importa si está bien dicho, lo que importa es que se dice algo. Cuánta burocracia para las cosas. Orsái. Porque fuera de lugar no puedes jugar. Fuera de lugar ves las cosas diferente. Veo...
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